Te muestro un adelanto con las primeras páginas del libro.
PREFACIO
Mi querido lector
Antes de zambullirte en la lectura de este libro que tienes delante, en un universo que nada tiene que ver con la realidad habitual, permíteme que te ponga en antecedentes de quien escribe estas líneas, con la intención de informarte y así puedas entender desde un contexto más amplio lo que en mí determinó un antes y un después, a partir del encuentro con una de las personas que más han marcado mi existencia.
Para ello no te voy a hablar desde el ahora en el presente, ya llegaremos a él, sino desde el ayer, años atrás, cuando empezó todo un cambio catártico y, por qué no decirlo, una metamorfosis tras la que ni yo mismo me reconozco en ese pasado no tan lejano.
Te escribo con una sola intención, con un solo propósito, con el deseo de producir en ti la chispa que encienda la Luz que llevas dentro.
Éste no va a ser un libro usual, al estilo clásico, porque yo no soy escritor. Lo que voy a hacer es narrar experiencias y sobre todo conversaciones que esclarecieron muchas de las dudas que tanto tú como yo nos hemos hecho en algún momento de nuestras vidas, y que para mi han servido para entender muchos de esos interrogantes.
La Vida es un paradigma, pero resulta más comprensible y aceptable cuando tenemos información de cómo funcionan algunas cosas, entre ellas nuestro sentido existencial.
Es por ello que me animo a narrar y transmitir éstas, mis experiencias, con el ánimo de que te veas dibujado en ellas, y así cojas el impulso necesario para empezar a creer y apostar por Ti mismo.
Como advertencia debería decir lo que suelen citar en la carátula de inicio de algunos programas en radio o televisión, eso de que:
“No nos hacemos responsables sobre las opiniones expuestas en este programa.”
O aquel otro:
“Las opiniones vertidas pueden herir la sensibilidad o susceptibilidad de los espectadores”.
En este caso de ti, mi querido lector. Pero como no es esa la intención, y la intención es lo que vale, de ser así, si hubiera algo que te disgusta, afecta, enoja u ofende, cierra el libro, pero no lo arrincones en la estantería ni lo eches al cubo de reciclaje, es un consejo.
Date un tiempo, quizás seas tú quien empiece a reciclar viejos conceptos que tienes en la mente, cual reliquias que no sirven más que para ocupar vitrinas empolvadas, y sea el miedo a retirarlas lo que produce tal reacción. Ten mucho cuidado y estate presto, porque puede pasar, a mi me pasó.
1
Me llamo Andrés, nací en San Sebastián y sigo residiendo en esta hermosa ciudad. Hoy empieza la primavera de 2009 en la que cumplo cincuenta y cinco años, y desde aquí te invito a dar un salto en el tiempo para retroceder al invierno de 2002.
Para aquel entonces ya estaba divorciado, a buena hora y en buen momento, porque después de un matrimonio que duró doce años y a continuación una relación que soporté durante cuatro, el tiempo más largo que quería estar con una mujer era el necesario para satisfacer mis soledades. Y que me perdonen las mujeres, pero terminé escaldado como un huevo, y me prometí que nunca más me volverían a atrapar.
Soy padre de dos hijos. El primero fruto de un “penalti” fuera de juego, motivo por el cual surgió aquel matrimonio. El segundo, con la segunda, después de una crisis de pareja como acto reconciliador en un momento de bajón emocional, donde traer una criatura a este mundo parecía la solución al problema, lo que no resultó ser así, por supuesto.
Ambos habían rebasado la temida etapa de la adolescencia. Entre tú y yo, si eres padre o madre ¿Qué etapa no es temida con los hijos? Cuando nacen porque no traen el libro de instrucciones bajo el brazo, cuando son niños porque intentas darles todo lo mejor, sin saber realmente qué es lo mejor. El miedo a que enfermen, tengan algún accidente, o cuando no, algún disgusto, trauma o complejo que limite y condicione su personalidad, su psiquis, y así un futuro lleno de expectativas por nuestra parte, pero inciertas en todo momento.
En lo laboral, regentaba una empresa familiar bien consolidada. Fruto de la ilusión y el empeño de mi abuelo que con mucho esfuerzo y sacrificio la posicionó en uno de los lugares más destacados del sector en su época. Llegado el momento, que no fue otro que el prematuro desgaste en la vida, a sus sesenta años lo delegó y transfirió a su único hijo varón, mi padre, que orgulloso se hizo cargo de tan honorable responsabilidad, cual príncipe coronado como rey por su propio rey.
Yo no viví ni por asomo una situación parecida. Mi padre falleció de un ataque al corazón. Como puedes imaginar, en mi guión mental no estaba previsto tal desenlace ni en el peor de los casos. Pero ya lo dice el dicho: “la realidad siempre supera a la ficción”, y así tuve que asumir, sin dar crédito a lo que me ocurría, una realidad más propia del género surrealista, de la cual ansiaba salir como quien desea despertar en plena pesadilla.
De esta manera, sin querer, me vi obligado a tomar las riendas de la empresa junto a mi hermano mayor a los veintitrés años. De esto hace ya bastante, y aquí sigo.
Pero sobre todo había un asunto que me tenía frito en este principio de siglo: mis insoportables dolores en las rodillas. No exagero, créeme, en momentos me hubiera dado un hachazo yo mismo a la altura del muslo para no aguantar tanto sufrimiento.
Como te puedes imaginar tomé de todo y probé de todo. Fármacos, ungüentos, vendajes, masajes... para terminar pasando por el quirófano y ser intervenido quirúrgicamente en la rodilla izquierda, sin conseguir resultado alguno. Yo seguía con mis dolores.
Recuerdo que hubo quien pidió hasta Novenas en misa por mí sin yo saberlo, porque eso sí, ante todo y sobre todo me declaraba agnóstico y ateo, contrario a cualquier tipo de religión y mucho más a todas estas formas modernas esotéricas de entender temas sobrenaturales o espirituales. Ya lo dijo aquél: “la religión es el opio del pueblo”.
Ya padecía estos dolores años atrás, pero iban en aumento cada temporada. Por supuesto tuve que dejar de hacer deporte, llegando a tal grado que incluso sentado en la grada de un estadio mientras iba a desahogar mi rabia las tardes de domingo con el árbitro de turno, o acostado en la cama, siempre asomaba esa punzada como si tuviera dentro un enjambre de avispas disfrutando al insertar sus aguijones sin piedad.
El diagnóstico facultativo decía que padecía un proceso degenerativo en los cartílagos, los cuales se estaban desgastando progresivamente... me los imaginaba como cubitos de hielo expuestos al sol, deshaciéndose poco a poco sin remedio.
Llegué a estar frustrado, rabioso, desanimado, impotente ante la incapacidad de poder poner solución a un problema que ya estaba rebasando los límites de lo soportable.
Pero he aquí que como en las peores tormentas, a veces asoma entre las nubes un claro, no sé si como vaticinio de que terminará aclarando o como preludio del último rayo que veamos, recuerdo de lo bien que se aprecia el cielo cuando todo está despejado. La cuestión es que brotó la esperanza.
Todo comenzó al coincidir con una buena amiga de la juventud, Lucía, uno de esos encuentros ocasionales en plena calle, que se aprovecha para ponerse al día de cómo le van las cosas. Hacía tiempo que no coincidíamos, y al verme cabizbajo y renqueando, no le quedó más remedio que preguntar qué era lo que me ocurría.
Como ya estaba al corriente de la situación anterior, sin muchas ganas, la verdad, le conté lo que pasaba. Le expliqué recordándole que me habían intervenido en una de las rodillas hacía unos meses y que la otra llevaba también camino de visitar el quirófano. Según el médico especialista, descartadas ya otras opciones que había aplicado como infiltraciones y demás, y ya que las placas demostraban que el desgaste de cartílago seguía su proceso galopante, la única opción viable era operar e implantar una prótesis. Sólo era cuestión de tiempo, el que yo estuviera dispuesto a aguantar ese calvario.
Lo cierto es que con la intervención, y vistos los resultados en la misma, no las tenía todas conmigo ni estaba muy por la labor de querer volver a ver el bisturí del cirujano cerca.
En ese mismo instante, como un flash, recordé una conversación anterior que tuvimos los dos en circunstancias parecidas, en la que ella me sugirió la visita a cierto terapeuta. Entonces, la primera vez, cuando le pregunté quién era y qué es lo que hacía, me respondió: “te hace masaje en los pies”, es lo que recuerdo.
Ya en su día me quedó aquello como una mosca detrás de la oreja: “Unos masajes en los pies, ¡qué bueno tiene que ser eso!”
Pero como la vida parece que lleva la sexta o séptima marcha metida, sin darme cuenta habían pasado dos años desde aquella conversación.
Le pregunté sobre el terapeuta del que me habló, y le pedí por favor si tendría su tarjeta de visita o número de teléfono a mano para contactar con él y concertar una cita. Me contestó que era imposible porque se encontraba en Bolivia.
— ¡¿En Bolivia?! —repuse— ¡Pero qué pasa! ¿Qué es boliviano?
— ¡No no! No es boliviano, es que suele ir allí para sus asuntos.
— ¿Qué asuntos?
Una leve mueca en su cara y un encogimiento de sus hombros fue lo que obtuve como respuesta, y así quedó la cosa. No quise seguir con el tema ya que el deseo de recibir unos masajes en los pies no iba a poder ser, y al poco nos despedimos.
Mi sorpresa llegó transcurridos tan sólo unos días cuando recibo la llamada de mi amiga Lucía, para decirme que el susodicho terapeuta había vuelto de su viaje y que ya estaba en activo aquí.
No sé por qué una inusual alegría invadió todo mi cuerpo e hizo esbozar una sonrisa en mis labios, quizás fruto de la esperanza, último bastión del desesperado. La cuestión es que tras recibir el aviso, no tardé en llamar al teléfono que acababa de apuntar en un folleto de propaganda que tenía a mano.
Llamé, y una grata voz masculina me respondió al otro lado del auricular.
—Sí...
— Hola, quisiera preguntar por Intuha, el terapeuta.
—Soy yo, dígame.
— Le llamo para pedir hora, quisiera una cita con Usted.
—Un momento. Mire, le comento. Hace un rato acaba de llamar un cliente para posponer una cita. Tenía reservada hora mañana a las doce del mediodía ¿Le va bien aprovechar esa hora?
— ¡Me va estupendamente! ¿Cuál es la dirección por favor?
— Anote...
Éste y así, fue mi primer contacto con quien de alguna manera resultó ser el catalizador que hizo girar ciento ochenta grados toda mi vida.
2
Me dirigía al destino, Hondarribia, un bonito pueblo pesquero de la cornisa cantábrica a unos veinte kilómetros de San Sebastián dirección Noreste, lo digo porque así lo marca el GPS, aparato muy útil para personas como yo, sin mucho sentido de la orientación. Aunque conozco el municipio, no así las calles, por eso inserto los datos en el itinerario de ruta y me quedo tranquilo, ¡Ni que fuese a realizar una expedición al fin del mundo!
En el trayecto me voy imaginando cómo será el dichoso masaje en los pies, y quién será el curioso personaje que ayer me suscitó cuando menos, expectación.
Como estaba previsto llego al lugar en el tiempo estimado, unos treinta minutos de puerta a puerta. Gracias al “ordenador de a bordo” porque entre tanta rotonda, calles sin salida o de único sentido, Hondarribia para el foráneo puede parecer un laberinto, máxime cuando la casa esta ubicada en una zona residencial poco transitada, como era el caso.
Estacionado el coche justo delante de la vivienda, una vez fuera, pulsé el timbre exterior que daba paso al recinto. La verja se abrió al poco rato dando acceso a un bonito espacio ajardinado, pequeño, pero muy bien dispuesto. Soy observador por naturaleza y tengo gran capacidad de retentiva, sobre todo en estas cuestiones de distribución, no de orientación o ubicación como te habrás dado cuenta.
Casi al unísono se abrió la puerta de la entrada principal de la casa. Detrás un joven de unos treinta años asomaba con gesto amable extendiendo el brazo para estrechar mi mano mientras me daba los buenos días.
— Buenos días, Usted debe de ser el Sr. Andrés.
—Sí...
— Pase por favor. No le voy a hacer esperar en la sala, ya estoy desocupado. Acompáñeme.
Seguí sus pasos de manera casi automática como cumpliendo una orden. Enseguida llegamos a una habitación donde me indicó una silla en la que sentarme, mientras se disculpaba para ausentarse y atender una llamada.
Inspiré profundamente para exhalar con fuerza una bocanada de aire, dándome cuenta de que estaba más nervioso de lo que pudiera pensar.
La silla estaba apoyada junto a una de las paredes, una pared sin adornos de un cálido color azul, al igual que el resto de la estancia, desde donde tenía una buena perspectiva de toda la habitación. Una habitación sencilla pero muy agradable.
A la izquierda estaba la puerta de entrada, a la derecha una gran ventana con la cortina plegada dejando entrar mucha luz. Junto a ella un mueble con estantes repletos de cosas; un reproductor de CDs desde el cual se escuchaba una música ambiental muy propia para el lugar.
En lo alto una gruesa vela blanca encendida, en medio de dos recipientes de cristal transparente, llenos de lo que parecía ser a primera vista uno de agua y otro de sal. Una barrita de incienso desprendiendo su peculiar humo de efecto hipnótico, emanando un agradable aroma hasta entonces desconocido para mí.
Había media docena de toallas bien plegadas y dispuestas. Por otra parte, se veían relucientes piedras del tamaño de un puño que bien pudieran ser cuarzos, al igual que unos cuencos que parecían ensaladeras gigantes de metal y de cristal opaco. Tenía algunos objetos que no sabría concretar pero por su aspecto me recordaban a figuras propias de Sudamérica.
Sobre mi cabeza pendía una lámpara redonda color crema de las típicas orientales de papel. Bajo mis pies, observé una tarima de roble cubierta por una alfombra de distintos tonos azules.
Enfrente una camilla, curiosa por su diseño, con una base de madera dispuesta en piezas horizontales y transversales anchas y gruesas, que parecían estar ensambladas, dando una sensación de robustez, aunque más que una camilla era una cama en toda regla, ya que se apreciaba un colchón de unos ciento ochenta por ochenta centímetros, cubierto de una sábana en blanco inmaculado con su almohada correspondiente en rosa claro, donde ya estaba mi cuerpo deseando reposar.
Observando aquel espacio transcurrieron algunas minutos, los necesarios para estar más relajado y a gusto. La comodidad del asiento, la música, el aroma y los colores, desde luego crearon la atmósfera perfecta para sentirme en ese estado.
No tardó mucho en presentarse Intuha en la habitación, momento en el que tuve unos segundos para fijarme en su aspecto. Vestía un conjunto de camisa y pantalón de lino, y calzaba unas alpargatas, todo de color blanco. Calculé que mediría unos ciento setenta y cinco centímetros y era de complexión atlética. Expresaba movimientos suaves y equilibrados. Era de cara ovalada, cabello castaño oscuro, y rizado, con buenas entradas en la frente. Tenía labios finos, nariz aguileña, y unos ojos, penetrantes.
— Bueno Sr. Andrés, ya estoy aquí. Bienvenido...
—Bienhallado, gracias Intuha, es un placer. Permíteme que te tutee al igual que te pido lo hagas tú conmigo. Fíjate que ayer deduje que serías más o menos de mi quinta al escucharte por teléfono, y hoy al verte ha sido una sorpresa encontrar a alguien tan joven...
— ¿Te lo parezco? Tengo treinta y ocho años, pero se agradece el cumplido. —dijo sonriendo— Y bueno Andrés, ¿cuál es el motivo de tu visita, en qué te puedo ayudar?
—Mira, te cuento. Me habló de ti una buena amiga a raíz de una conversación sobre un problema que padezco en las rodillas desde hace unos años. Esta amiga me sugirió que acudiese a ti para tratar el problema a base de unos masajes que haces en los pies, y aquí estoy, para ver si puedes hacer algo.
—En el intento está la posibilidad, veremos qué podemos hacer. Como bien te ha dicho tu amiga, trabajaremos entre otras cosas con la reflexología aplicada en los pies, ¿conoces la técnica?...
—Me suena. Es algo así como que en la planta del pie se reflejan los distintos órganos del cuerpo, y por medio del masaje o la presión se estimulan éstos, ¿no?
—Es un buen resumen. ¿Quieres hacerme algún otro comentario, o te parece que comencemos?
—No, está bien. Cuando quieras.
—Vamos entonces. No hace falta que te desvistas, sólo te vas a descalzar para acostarte en la camilla.
¡Por fin llegó el momento! Me descalcé y pasé a acostarme como me había dicho. Conforme me estaba acomodando tenía la sensación de ser un astronauta tomando posición en la cápsula espacial preparado para el lanzamiento al espacio exterior... ¿pero, a dónde?
Él cerró la cortina para velar el paso de la luz tras la ventana, parecía una invitación a que yo cerrase mis párpados para centrarme en sentir lo que estaba por llegar, y así lo hice.
—Andrés, hazte a la idea de que en este momento nada ni nadie te va a molestar. Procura centrar tu atención en el ahora y haz un paréntesis en todo lo que has traído en tu mente. No hace falta que abras lo ojos si no quieres, voy a empezar tocándote los pies.
“Nada ni nadie te va a molestar...haz un paréntesis en tu mente”. ¡Ufffff! Aquellas palabras me supieron a gloria. Siempre con la mente pendiente en atender llamadas de clientes, ajustando presupuestos, recordando vencimientos de letras, que más que letras tengo el abecedario completo. Mi hijo mayor que ha decidido a mitad de carrera no seguir con los estudios empresariales, cuando es la ilusión de mi vida, que él me relevara llegado el momento en la dirección de la empresa. Mi chica, compañera, amante, novia o lo que sea, que pregunta por qué no avanzamos en la relación... ufff. Creo que algo más que mis rodillas tiene un serio desgaste.
Efectivamente, lo sentí colocando sus manos en mis pies, envolviendo como un manto cada empeine, y así se mantuvo por unos momentos, estático. Yo estaba esperando a que empezase algún tipo de estiramientos o masaje, al menos parecido al que recibí en uno de mis viajes por tierras tailandesas donde dan esos placenteros tratamientos en el cuerpo, pero no, no hubo nada de eso.
Al rato volví a sentir sus manos que se despegaban para posarlas al unísono un palmo más arriba de donde estaban, en la zona de la pierna, pero no eran sus manos las que se posaron, hubiera jurado que me picaron dos serpientes una en cada lado, porque fue un pinchazo agudo que hizo brotar un gemido seco desde mi garganta...
— ¡haggg!
—Duele, ¿verdad?
—Sí, ¿con qué me has pinchado?
—No te he pinchado, son los puntos que corresponden a la rodilla en reflexología, pero no te preocupes, no vas a sentir más dolor.
Eso me tranquilizó, porque aunque no fue insoportable, no me apetecía tener que aguantar más pinchazos como aquel.
Seguía con los ojos cerrados, cuando empecé a escuchar el inconfundible sonido que producen las palmas cuando se frotan. Primero percibí que la fricción era suave, pero paulatinamente pasó a ser mayor, la intensidad iba en aumento hasta que de repente, dejé de escucharlo para sentir una losa sobre mi pecho, por no decir una explosión. ¡¿Qué era eso, qué estaba pasando?! No sabría decir si me sumergía en una bañera de agua tibia a plomo, o si por el contrario me estaba elevando sobre el colchón. Lo cierto es que me mantenía inerte intentando razonar el momento y a la vez abandonándome a esta nueva sensación.
Supongo que algo así han de experimentar los astronautas en su primer viaje cuando son expulsados en contra de la ley de la gravedad, en sentido inverso a la fuerza que ésta ejerce, hasta que llegan a sobrepasar la barrera del sonido y una vez en órbita, dejarse deslizar ingrávidos.
Eso hice yo, dejarme, soltarme y confiar como nunca antes lo había hecho. Me sentía protegido, recogido por algo que no sé describir, pero lo curioso es que en el fondo me resultaba familiar.
Transcurrí un tiempo así, hasta que mi cuerpo fue zarandeado como quien espabila a alguien que se acaba de desmayar. Era Intuha.
—Bueno Andrés, ya está. Ve despejándote poco a poco y te puedes levantar. No tengas prisa.
¡¿Levantar... cómo?! Si no sentía el cuerpo, o más bien tendría que decir que pesaba una tonelada. Me levanté como pude, ni en mis peores resacas me había costado tanto, pero esta vez no taladraba nadie mi cabeza como en esas ocasiones, al contrario, me sentía...en Paz.
— ¿Qué tal te sientes Andrés? Quizás estés un tanto aturdido debido a la sesión. No te preocupes, puede que incluso mañana te sientas raro. Toma asiento por favor, puedes ir calzándote.
—Si, la verdad, me siento un poco destemplado.
Miré el reloj, y para mi sorpresa había pasado casi una hora ahí tumbado, lo que yo hubiera jurado que fueron cinco minutos.
—Pero ¿qué ha pasado? No sólo me has hecho reflexología porque yo he sentido otras cosas.
—Si, como te he dicho al principio, aplicaríamos la reflexología entre otras cosas. —asintió sonriendo.
— ¿Me has puesto algún aparato en el pecho con ondas o algo así?
— Algo así, pero no algún aparato, eran mis manos.
— ¡¿Tus manos?! ¡¿Cómo que tus manos!? ¿Qué pasa, que tienes poderes en las manos o qué?
Mientras adivinaba una tímida sonrisa en su boca, le miré fijamente a los ojos, más con la inocencia de un niño, con el ansia de descubrir el truco que le acaba de hacer el mago que otra cosa. Pero allí no hubo ni vara ni chistera ni conejo que saliera de la misma.
—Mira Andrés, tengo que decirte una cosa. Tus rodillas están francamente mal, pero sobre todo me preocupa cómo estas tú.
Lo cierto es que me preocupé, y no por lo que acababa de escuchar, sino por el cambio en el rictus de su expresión.
—Siento que estás muy presionado y creo que asumes muchas más responsabilidades de las que te corresponden. De la misma manera advierto que tienes gran capacidad para generar en el terreno material, y nunca tendrás problemas en este sentido. Pero esas cargas te están pesando mucho, es como si estuvieras manteniendo dos familias, y no sabes decir NO, razón por la cual somatizas en tus rodillas y padeces estas molestias.
Como en las relaciones de pareja, en las que puedes pasar en un segundo del amor al horror, yo pasé en una centésima de la paz al odio ¡¿Pero qué me está contando este tío?! O mejor dicho ¿Quién le ha informado de esto?... ¡Ah, ya está! Lucía seguro.
—Bueno Andrés, no te preocupes de lo que te acabo de decir. Resulta algo extraño que alguien al que no conoces de nada pueda hablarte en estos términos, máxime cuando sólo venías a recibir un masaje en los pies. Seguro que te asaltan dudas o preguntas de lo que acabas de vivir hoy aquí. Necesitas unos días para asimilar esto, y tú cuerpo también, démosle tiempo. Si te parece bien me gustaría volver a verte la próxima semana el mismo día y a la misma hora para seguir trabajando ¿Te parece?
—Sí, me parece bien. Apúntamelo por favor en una nota.
—Descuida, ahora mismo te lo anoto. Permíteme un minuto.
Mientras se ausentó para escribir el papelito, en lo último que estaba yo pensando es precisamente en volver, y en lo primero, en salir cuanto antes de allí.
¿Qué es eso de que se “somatiza” un problema en mis rodillas? ¡Pues ya me dirás tú qué tiene que ver una cosa y otra!
¡¿Y que no sé decir NO?! Pues se va a enterar cuando le llame para decirle ¡NO vuelvo más!
— Andrés, aquí tienes la nota con la cita. Vamos, te acompaño hasta la salida.
Cogí la tarjeta y le seguí, recorriendo en sentido inverso el trayecto que hacía hora y media había cruzado lleno de expectación y esperanza, ahora repleto de insatisfacción y rabia.
Llegamos a la puerta principal y repetimos igualmente el protocolo en estos casos, despedida formal y hasta nunca Pascual, que si te he visto no me acuerdo. ¡Ciao!
Entré en el coche y como no había tenido tiempo ni para meter la tarjeta en el bolsillo, le eché un vistazo al anagrama que llamó mi atención en el cual leí arriba, “Intuha fulanito de tal”, debajo, en mayúsculas y sobreimpreso, QUIROSANADOR, seguían una serie de términos, técnicas supongo, entre ellas ponía cuencos musicales, lo que deduje que serían las ensaladeras que vi. Y por supuesto la dirección y el número de teléfono, el mismo al que un día de estos llamaría para cancelar la cita.
Quirosanador, ¿qué es eso?...